Manuel Arenilla Sáez
Un futuro inesperado para la Administración
Estos tiempos de pandemia incitan a la nostalgia y a la reflexión sobre la distopía de aquello que pudo ser y que quizá habría podido minimizar el doloroso presente y el inesperado futuro. En la Administración española, esto implica desempolvar durmientes y estériles propuestas a los gobiernos que se han sucedido en las últimas tres décadas. A comentarlas me voy a dedicar en los siguientes posts, comenzando en este por el final.
Los españoles que llevamos unos cuantos años escribiendo y trabajando sobre la reforma y la modernización administrativa, primero, luego sobre innovación y ahora, algunos, sobre la Agenda 2030 imaginábamos un futuro que no acababa de llegar y que, cuando parecía que lo alcanzábamos, era incompleto. Ahora nos anuncian una «nueva normalidad social» por descubrir. Las bibliotecas están repletas de libros y revistas de trabajos científicos que diagnostican la situación de las instituciones públicas y su rendimiento y que realizan propuestas bienintencionadas. Las Administraciones no han dejado de producir con cierta periodicidad libros blancos, planes e informes de expertos en materia organizativa, de función pública, de organización territorial, de evaluación o de calidad de los servicios. Se ha llegado a solicitar en un corto espacio de tiempo varios estudios de expertos sobre una misma materia, como la reforma universitaria, aunque sin mayores resultados hasta la fecha.
En fin, después de muchos años de alabar las reducidas «islas de excelencia» de la gestión pública española, se constata que siguen siendo más o menos las mismas y que, en modo alguno han conquistado el «continente», esto es, el conjunto del ámbito público. Todo lo más, asistimos, como señalaba Javier de Burgos en 1820, a «un mero mudar de nombres».

Lo anterior no significa que no se hayan iniciado reformas o, mejor dicho, procesos modernizadores, porque de lo que se ha tratado casi siempre es de no alterar el statu quo de la Administración, que se fundamenta en el modelo cultural y burocrático de los años 50 y 60 del pasado siglo; si no es anterior. El ejemplo de la Comisión para la Reforma de la Administración (CORA) pone de manifiesto que no se deseaba sobrepasar ninguna «línea roja» para desequilibrar el poder existente en el interior de la Administración General del Estado y tampoco en el territorio, ni se quiso alterar el juego de intereses existente entre la sociedad, la economía y el ámbito público. Así, las tibias medidas de corte neogerencialista que se anunciaban no iban más allá de declaraciones sobre las bondades de la eficiencia. El resultado, como es sabido, fue hacer menos de lo mismo hasta que se superase la Gran Recesión, momento en el que todo fue paulatinamente volviendo a su cauce, como tantas otras veces, como si de un muelle contraído se tratase de que se libera de su traba. Hasta la pandemia de marzo de 2020. En este momento, las Administraciones públicas españolas se encuentran con un margen de maniobra muy escaso para poder afrontar la catástrofe que se avecina después de años de politización y de desprofesionalización de la Administración y de pérdida de talento.
Si tomamos la Administración local española veremos que durante décadas se expusieron sus males y sus posibles remedios, aunque se hizo poco para acometer estos. Hubo algún intento a mediados de la década de los años 90 por parte de la Administración del Estado de cumplir con su parte del denominado «Pacto Local» que no pretendía, y no lo hizo, alterar el reparto de poder existente entre el Estado, las comunidades autónomas, las provincias y los municipios. Tampoco el poder autonómico ha cedido o se ha desprendido de su dominio territorial en favor de los entes locales, ni siquiera de los grandes núcleos de población. El resultado, como se vio en la anterior crisis, fue el solapamiento, la duplicidad, la falta de coordinación, el elevado coste de los servicios, la infrafinanciación y la asunción de competencias impropias de difícil sostenibilidad como, desgraciadamente, probablemente volvamos a ver.
La reforma local de 2013 no pretendió abordar estos problemas en profundidad, sino que aplicó una lógica económica y financiera que trajo como consecuencia el aumento del poder de control del Estado. Aunque no se han atendido las cuestiones centrales de la reforma local, podemos encontrar en las últimas décadas una proliferación de prácticas de calidad y ahora de innovación en la gestión, de formación, de participación, de gobierno abierto o de transparencia. Todas tienen en común que no alteran, porque no pueden hacerlo, el sistema de poder territorial ni el funcionamiento esencial de los gobiernos locales que se adscribe, en general, a la cultura de la llamada vieja Administración y que se manifiesta en buena medida en el neocentralismo autonómico.
En numerosas ocasiones y en los más variados foros es posible oír una pregunta entre sus asistentes: ¿cómo se cambia esta situación? La respuesta, como se sugiere en un informe sobre reforma universitaria realizado por expertos internacionales en 2011, suele ser invariable: con voluntad y coraje; ya no es tiempo para la prudencia, esgrimida como justificación para la inacción. Claro es, que además es necesario el liderazgo político que consiste en querer de verdad que las cosas cambien; porque no es posible reformar la Administración sin reformar el sistema político-administrativo en el que se inserta. Después de más de medio siglo de estudios de Ciencia de la Administración en el mundo y con miles de académicos dedicados a ella, resulta melancólico cuando no tedioso defender este planteamiento, que cualquiera que se mueva en el ápice superior de la Administración constata diariamente.
Sigue resultando sorprendente cómo muchos planes de reforma, discursos, informes y actuaciones políticas y administrativas muestran un empecinamiento en considerar a la Administración como un asunto de mera gestión claramente diferenciada de la política. De ahí que se siga creyendo y actuando en el principio de que la realidad «se cambia por decreto», lo que se constata en la conveniencia de diferir cualquier cambio a una futura ley y aplicar una visión limitada y normativa a la cada vez más compleja y diversa realidad social. De esto pueden dar fe los miles de opositores que cada año pretenden ingresar en la Administración Pública.
La pandemia de la COVID-19, desde el confinamiento en nuestras casas, nos permite reflexionar sobre lo que es transcendente y no lo es en el ámbito público. No hay nada nuevo en las noticias actuales de la gestión de la pandemia en España referidas a las disfunciones de nuestro sistema político-administrativo, que son muy llamativas en algunos casos. Lo que puede sorprender a algunos es que sean tan evidentes y que los diagnósticos realizados durante tantos años no hayan conducido a una acción positiva para solucionar los problemas detectados. Empieza a ser incuestionable que es imperativo que el poder político-administrativo se articule de otro modo y que asuma otra manera de proceder si queremos que los resultados sean distintos; si deseamos que la Administración esté verdaderamente orientada a las necesidades reales de los ciudadanos, que hoy más que nunca irrumpen cuestionando las viejas e inoperantes lógicas políticas y burocráticas.
Sabido es que en muchas ocasiones las innovaciones requieren un impulso externo a las organizaciones. En la última década se han presentado oportunidades reales de transformar nuestras instituciones públicas: la Gran Recesión, la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible y ahora la crisis de la pandemia. La primera se desaprovechó como se ha señalado, la segunda ha tenido una débil acogida entre nosotros y hay que esperar a ver lo que pasa con la tercera. Es preciso recordar que lo que está en juego cuando no se afrontan las reformas demandadas por la sociedad es la legitimidad y la adhesión a las instituciones públicas y a sus integrantes y, por tanto, la confianza política y la fortaleza de la democracia. Sin embargo, durante años hemos venido hablando de la falta de legitimidad y de confianza desligándolas del comportamiento político y la gestión. Ya iremos viendo que todo se resume en una cuestión de estilo.